
El humor se vive, no se usa. Cuando se analiza el humor, suele dársele la calidad de escudo para afrontar la realidad, como si fuera la misma posibilidad voluntaria y consciente reír o llorar o ser indiferente respecto de cualquier cosa que nos suceda. Muchas páginas se escriben para establecer que este mecanismo “de defensa” es común en nuestro país, donde decimos burlarnos de la muerte y por ello se establece que el humor es un medio y no un fin en sí mismo.
Desde la concepción griega y la medieval, se establecía que los humores (entendidos como flujos o serosidades: aquello que produce el cuerpo) hacían que cada persona fuera proclive a cierto tipo de sensaciones y de sentimientos. La genética del humor se desarrollaba con el paso de la vida y el destino manifiesto de cada uno lo llevaba a la melancolía o a lo jocoso. Y en este tramo de la humanidad donde lo anterior se manifiesta bajo la etiqueta de “lo retro”, suena suficiente recordar aquellos siglos de introspección humana para comenzar a refutar esta nueva versión cuasi freudiana en la que quienes gustamos de la risa franca, ahora resulta, estamos escudándonos con tales carcajadas de nuestra triste realidad, interior o exterior.
Las fronteras del humor son elásticas y difusas: en ellas entran, como en saco de rescate narco, los productos más heterogéneos: los chistes, el sarcasmo, las payasadas, la ironía, un libro de Quevedo, un comentario de Monsivais y una rutina de comediante de stand up. El vulgo percibe que es humor cuanto lo hace reír. Y es cada una de tales manifestaciones obedece a necesidades diversas. No es lo mismo contestar una interpelación hecha por la caterva de académicos insurrectos, que enfrentar a la clase política y su indefendible falta de cultura en general. Hacer una mínima reseña de las autoparodias involuntarias de aquellos que “nos gobiernan” requiere, precisamente, de un sentido del humor a prueba de balas para aceptar que los que nos dirigen nos “representan”, como si personificaran las cualidades de la media nacional. Quizá por eso Fox pedía a sus interlocutoras que no leyeran; o se molesta a Noroña por su falta de higiene; o se burlan del hijo del expresidente que pide respeto en la forma en que se le nombra, cuando él no tuvo empacho en lucir su vida de millonario aduciendo ser desempleado, y miles por el estilo. Cualquiera supondría que los mexicanos somos descarados, sucios y necios a dejar la incultura sólo con ver a los políticos.
Si bien la pelandrujada franca o aquella disfrazada de eficaz sabiduría (como los versos que hacía Salvador Novo para devolver los insultos que recibía por ser homosexual) sin duda son un arma, no por ello el insultar en forma socarrona es propio de personas que gustan del humor. El caso de Novo es didáctico: realizaba endechas y sonetos para evidenciar una sabiduría superior a la de sus detractores, pero la rabia que había en ellos no se podía ocultar. Lo mismo daba que hubiera insultado directamente a sus detractores; empero, en su caso se añadía un desdén por aquellos que carecían del ingenio suficiente para lograr hacer de las burlas reciprocas un encuentro de mayor nivel, e insistir en que la preferencia sexual no incide en la inteligencia ni en la creatividad.
El verdadero humor vive adentro del humorista, no afuera. Hay una diferencia abismal entre el “humor” del diputado Noroña que colocaba pancartas con el rostro somnoliento del Presidente para argumentar que es un alcohólico, y la percepción humorística de que el puesto que antaño se establecía como serio y formal per se, sea tan pedestre y humano como cualquier otra chamba del sector público, y que lejos de otorgar esa aureola de supremacía humana presidencial que antes llevaba al besamanos cotidiano e instintivo al resto de los mexicanos, ahora revele que esos Presidentes que quieren evitar la percepción de que su baja estatura no es sólo física sino también espiritual y moral. Noroña acaso fue destacable por el arrojo de querer ser portavoz de muchos y, dirán sus incondicionales, por tener un dejo de ingenio, pero nadie puede suponer que fue un humorista, sino sólo un político que conocía las armas que más indignan y molestan a sus oponentes de esa extraña arena de circo en que han convertido los legisladores a la que otrora se consideraba como la máxima tribuna del país, pero que hoy, como presidente del senado, comete las mismas fechorías de sus otrora criticados, con la agravante de que en algún momento parecía ser un político comprometido con los derechos humanos y hoy se muestra como el más intransigente. Pero con los gringos de espejo deformado, especialmente su presidente, su gabinete y sus seguidores, muy poco podremos establecer el análisis del humor en el prefacio de la tragedia.
Quien usa el humor como defensa se vuelve cínico. Y como la mejor defensa es el ataque, el usuario del humor hace crítica. De ahí a ser revolucionario o anarquista apenas hay un paso. ¿Qué mayor crítica podía hacer Groucho Marx cuando acepta que cualquier sociedad donde él sea recibido será una en la que en realidad no vale la pena estar? Se defenestra a sí mismo, pero primero a los demás: a todos aquellos que lo reciben. El socarrón interiorista percibirá en este discurso marxista la sutil broma que evidencia cómo Groucho entiende que el simple hecho de intentar hacerse destacar en una sociedad que masifica ya constituye algo que mueve a la sonrisa y a asentir con la cabeza.
No es improbable que ambos cauces (ser o hacer el humor) desemboquen en la misma interpretación de lo que nos rodea e incluso en igual actuar ante la realidad opresora o dulcificante, pero siempre es necesario comprender la causa para entender el efecto. Si la filosofía y la ciencia son claramente insuficientes para entender la realidad y sus efectos a la interioridad de cada persona, más nos vale reírnos para ver si la mirada simplificada (nos hace o no nos hace reír; luego vendrá el análisis de si la causa de ello está en el objeto observado o en el científico empírico observante) arroja más luz que la solemnidad y la numeralia.
El humorista del interior es intrínsecamente sincero: logra la empatía con el entorno, más con personas de su misma sensibilidad, pues el humor no puede ser hecho voluntariamente, se produce con naturalidad. El humor es la forma de decir una frase; ésta será risible por el ingenio contenido: las herramientas de su construcción. De ahí que no se aprenda a ser humorista. Cuántos son incapaces de divertirse con un chiste que hace reír al resto de los escuchas: no sólo son los mecanismos mentales de la abstracción, sino el aroma del humor que algunos llevan dentro. El humorista tiene un filtro especial para mirar. La genialidad del gran Chaplin no se muestra en hacer mofa de Hitler en la película “El gran dictador”, sino en evidenciar lo ridículo en la postura de ese alemán histriónico y de copete caído en sostener que podía dominar y dirigir a Europa. La tragedia del holocausto contrasta con la visión de Chaplin, pero la reafirma. ¿Cómo ver tal dimensión de salvajismo e intentar reírse? Con lo risible de la esencia hitleriana, contesta, sin importar cuán terribles fueran los actos del alemán. El humor de Chaplin está en su mirada, no en su obra relevante. El crítico de Hitler aprueba la burla del cineasta, no la percepción de lo hilarante en ese suicida que tristemente legó a la humanidad una muestra de las caras inocultables de la maldad humana.
La percepción de lo burlesco no es despiadada. El humorista capta la ingenuidad y la respeta. En cambio, el comediante explota la cortedad de miras del ingenuo. La risa y lo risible marcan los extremos de lo cómico, pero sólo lo definen en tanto la interiorización, no siempre consciente, del concepto y la causa. Quien mira con humor puede vivir en silencio; quien usa el humor necesariamente debe externarlo: actúa en función del impacto a terceros del sujeto y del objeto del humor como herramienta. El humorista, inicialmente de vida interior, puede desdoblar esa pasividad aparente, y tornarse activo al actuar o decir el mundo que le ha entrado por su peculiar filtro de los sentidos. El John Falstaff perpetuado en la literatura y la música dice con gravedad sus bromas, pero se le sabe un “tronco de humores”. Así, el humorista nato desdobla su entorno y en ocasiones percibe su falta de sentido, lo absurdo de la realidad, que nos lleva a múltiples mecanismos de la risa, pero, sobre todo, a entender que la falta de lógica en la “organización” del orbe y sus habitantes, llama al humor esencial cuando vemos al hombre de todas las épocas buscar un orden que dé razón a su existir. En la percepción de muchas culturas, el humor esencial es el que muestra la falta o la imposibilidad de asir ese sentido que suponen: el disparate como causa primigenia. ¿No era esa la causa real de las muertes en “El nombre de la rosa” de Eco? Para aquellos monjes compiladores, defensores de la explicación vertical del universo, con Cristo en la cima, resultaba insoportable suponerlo humorista (capaz de quebrar con la risa ese orden, por débil o inexistente); así justificaban el crimen como sostén del orden por ellos imaginado. Y es que sabían que la alegría mística muchas veces mencionada en la Biblia podría establecerse como una sublimación de la comicidad: un estado de espíritu de una pureza delicada y profunda, contra el sentimiento terrestre y humano lleno de defectos agresivos (ironía, sarcasmo, parodia, etc.) a esa solemnidad que bien sirve para perpetuar el poder.
La máscara del humor resulta intolerable para quienes necesitan seriedad en su interior. Extrapolar esa postura al rostro humano desemboca en extremos insospechados. En “El hombre que ríe” de Víctor Hugo, el hijo no reconocido de un noble es abandonado en el campo, pero su rostro ha sido mutilado (las mejillas cortadas) para aparentar que está riendo. Cierto que en el siglo XVIII la estética era muy distinta a la actual, pero la prodigiosa novela puede sugerirse como la visualización del castigo con la mueca permanente de la falta de seriedad al sujeto que atenta contra el orden impuesto por una realeza sin escrúpulos. Si un personaje histórico muestra cómo el humor es una visión ante la vida, lo es el bufón de las cortes medievales: se le atribuye ser el único capaz de decir verdad al soberano. Ante la necesidad de imponer orden en esa sociedad dividida en feudos, el rey personifica la estabilidad, de ahí la obligación de tenerle como quien decide la condición del Estado. Es una visión que requiere el uso del poder; uno que solía culminar en abusos por carecer de contraparte. De ahí la importancia del bufón, de la encarnación de lo burlesco, con la atribución de sugerir el humor como una perspectiva a considerar, pero sobre todo el antídoto de la risa a la acción solemne de suponerse (al menos en el discurso) como el contacto divino en la tierra.
Quizá la parte más debatible sobre esta dicotomía entre ser humorista y hacer el humorismo es establecer los insumos de la contratragedia. Y es que ante la forma de ver la vida de las clases dominantes o las élites ilustradas, donde sin duda habrá verdaderos humoristas, va aparejada la posibilidad de registrar esa visión, su retroalimentación con cáusticos de otras épocas y países, y a sus mejores representantes. Es ahí donde se producen más libros y, ahora, videos o discos. Por su parte, las clases menos privilegiadas económicamente y con mínimo acceso a la producción de registros, que no por ellos menos representantes de la cultura local, se enfrentan a la dificultad (si es que les interesa) de perpetuar su percepción de la vida y sus dificultades. Mientras en áreas donde hay acceso editorial o registral se puede percibir el humor de una época, en otros lugares apenas se cuenta con la opción de persistir el humor mediante la tradición oral. Chava Flores y sus eficaces crónicas parecen carecer de contrapartida en otras latitudes mexicanas, ni se diga en áreas rurales. Tendrá unas décadas que se busca hacer perdurar las historias de los tremendos mentirosos que abundan en el sureste mexicano y otras regiones. No me refiero a los políticos preciosos, sino a los sabios anónimos que rebosan de esa capacidad de reconocer en sus vecinos y “gobernantes” la pretensión, la pomposidad y lo absurdo. Los concursos de mentiras, comunes en el medio rural, carecen del registro suficiente que muestre su agudeza inmanente. Apenas la expresión musical (corridos, chilenas, huapangos, etc.) da nota de ese humor ácido y muchas veces autoflagelante que parte de la complejidad política nacional para devenir en una visión del mundo bastante humorística y con ello de entender que los gobiernos impuestos no sólo pueden ser motivo de escarnio, sino que tampoco merecen ser perpetuados. Se añade a ese factor, el deseo absurdo por antinatural de permanecer en el poder mediante artilugios legales que cambian el régimen legal mexicano: lo risible del autoritarismo es la intención de ser inmutables, políticos y partido, cuando son la muestra de que se han vuelto gatopardos de mal ver, por soberbios y cínicos, con tal de seguir cobrando del erario. En países industrializados, donde se privilegia el confort y la acumulación de bienes, el humor suele tener la función de un sedante para las clases medias, que prefieren vivir sin riesgos. Se especula sobre el hecho de que el miedo a la pobreza mate cualquier atisbo de portar la risa por dentro.
Habrá quien quiera ser humorista, pero su ser lo lleve a la tragedia y a la melancolía. No importa. Ser el humor o vivirlo como usuario, nos hará libres: si todo es pasajero, no habrá de ser tan importante.



Living grace
by Ricardo Guzmán Wolffer
Humor is lived, not used. When humor is analyzed, it is often attributed the quality of a shield to face reality, as if laughing, crying, or being indifferent to what happens to us were purely voluntary and conscious choices. Many pages are written to argue that this “defense” mechanism is common in our country, where we claim to mock death, thus establishing humor as a means rather than an end in itself.
From the Greek and medieval perspective, it was believed that the humors (understood as bodily fluids or secretions) determined a person’s inclination toward certain sensations and feelings. One’s “humor genetics” developed over time, and each person’s manifest destiny led them toward melancholy or joviality. In this era where the past is repackaged as “retro,” it is enough to recall those centuries of introspection to refute the new quasi-Freudian version in which those of us who enjoy a hearty laugh are supposedly hiding from our sad internal or external reality behind our guffaws.
The boundaries of humor are elastic and diffuse: they include, like a smuggler’s bag, the most heterogeneous products—jokes, sarcasm, clowning, irony, a book by Quevedo, a comment by Monsiváis, and a stand-up routine. The general public identifies something as humor if it makes them laugh. And each of these manifestations arises from different needs. It’s not the same to respond to an interrogation from a gang of insubordinate academics as it is to confront the political class and their indefensible lack of general culture. Sketching even a brief review of the involuntary self-parodies of those who “govern” us requires a bulletproof sense of humor to accept that those who lead us “represent” us—as if they embodied the qualities of the national average. Perhaps that’s why Fox asked women not to read; or why Noroña is mocked for his lack of hygiene; or why people make fun of the former president’s son who demands respectful treatment while flaunting his millionaire lifestyle despite claiming to be unemployed. It would seem, judging by the politicians, that Mexicans are shameless, dirty, and stubbornly ignorant.
Crude or deceptively wise vulgarity (like the verses Salvador Novo crafted in response to the insults he received for being homosexual) can certainly be a weapon, but sarcastic insult does not necessarily belong to those who love humor. Novo is a case in point: he composed dirges and sonnets to demonstrate a wisdom superior to that of his attackers, but the rage behind his words could not be concealed. He might as well have insulted them outright. However, his disdain for those lacking the wit to engage in reciprocal mockery elevated the encounter, insisting that sexual orientation does not affect intelligence or creativity.
True humor lives inside the humorist, not outside. There’s a vast difference between Noroña’s “humor” when he displayed posters of the President looking sleepy to suggest alcoholism, and the humorous perception that the presidency—once seen as inherently solemn and dignified—is now just another public sector job. The presidential aura of superiority, once prompting daily, instinctive reverence from Mexicans, now reveals leaders who wish to hide that their lack of stature is not only physical but also spiritual and moral. Noroña may be remembered for his boldness in speaking for many and, say his supporters, for a touch of wit, but no one could mistake him for a humorist—just a politician who knew which weapons most outraged his opponents. Today, as president of the Senate, he commits the same misdeeds as those he once criticized, with the added disappointment of having once seemed committed to human rights. And with the gringos’ distorted mirror—especially their president, cabinet, and followers—it’s almost pointless to attempt a humor analysis in the preface to tragedy.
Those who use humor as a defense become cynical. And since the best defense is offense, the humor-user becomes a critic. From there to becoming a revolutionary or anarchist is only a step. What greater critique could Groucho Marx offer than when he claimed that any society willing to welcome him was one not worth joining? He mocks himself, but first mocks everyone else—especially those who accept him. The introspective wisecracker will detect the subtle joke: Groucho knows that even trying to stand out in a society built for conformity is already laughable—and head-noddingly true.
It’s not unlikely that both paths—being humorous or doing humor—lead to the same interpretation of our surroundings and perhaps the same response to oppressive or sugar-coated reality. But it’s always necessary to understand the cause to interpret the effect. If philosophy and science are clearly insufficient to grasp reality and its personal effects, we might as well laugh, and see if a simplified gaze (does it or doesn’t it make us laugh?) brings more clarity than solemnity and statistics.
The internal humorist is intrinsically sincere: they connect empathetically with their surroundings, especially with like-minded people, because humor can’t be artificially produced—it arises naturally. Humor lies in the way a phrase is said; it becomes funny through the wit embedded in its construction. Hence, humor can’t be learned. How many people fail to laugh at a joke that has the rest roaring? It’s not just about mental abstraction—it’s about the scent of humor that some people carry within. The humorist sees through a special lens. Chaplin’s genius wasn’t simply mocking Hitler in The Great Dictator, but in revealing the absurdity of that histrionic German dictator claiming the right to rule Europe. The tragedy of the Holocaust contrasts with Chaplin’s view, but also affirms it. How can we laugh at such savagery? By exposing the ridiculousness at the core of Hitler’s essence—no matter how horrifying his actions. Chaplin’s humor lies in his gaze, not just in his celebrated work. The critic of Hitler approves the filmmaker’s mockery—not because Hitler is laughable, but because the ridicule reveals his monstrous absurdity.
Perception of the ridiculous is not merciless. The humorist sees and respects naivety. The comedian exploits it. Laughter and the laughable are endpoints of the comic—but only defined through inner processing of the concept and cause. A person who sees with humor may remain silent; one who uses humor must externalize it—it’s about the impact on others of both subject and object. The inner life of a humorist may unfold outwardly, becoming active when interpreting the world through their unique sensory filter. Shakespeare’s Falstaff speaks his jokes gravely, but we know he’s a “log of humors.” The natural-born humorist deconstructs his surroundings and often perceives their senselessness—the absurdity of reality—which leads us to many laughter mechanisms, but above all, to the understanding that the world’s lack of logic invites essential humor. People across eras seek order to give life meaning. In many cultures, essential humor highlights the lack or impossibility of grasping that presumed order—the absurd as root cause. Wasn’t that the real reason behind the murders in The Name of the Rose by Umberto Eco? For those monks, defenders of a vertical explanation of the universe with Christ at the summit, the idea of Him being a humorist (capable of breaking that order with laughter) was unbearable. They justified murder to preserve their imagined order. They knew that the mystical joy often mentioned in the Bible might reflect a sublimation of comic spirit: a spiritual state of delicate and profound purity—contrasting with the human, earthly feelings filled with aggression (irony, sarcasm, parody, etc.), and threatening the solemnity that helps maintain power.
The mask of humor is intolerable to those who require seriousness within. Projecting that inner demand onto the human face leads to unthinkable extremes. In The Man Who Laughs by Victor Hugo, the illegitimate son of a nobleman is abandoned in the countryside after having his face mutilated to appear as if he’s always smiling. True, 18th-century aesthetics were different, but the brilliant novel suggests punishment through a permanent mocking expression, inflicted on someone who challenged the unscrupulous order of royalty. If any historical character embodies humor as a worldview, it is the court jester—said to be the only one allowed to speak the truth to the sovereign. The king embodied order and stability in a society fractured into fiefdoms. Without checks on his power, abuse was inevitable. The jester, the personification of mockery, suggested humor as a valid perspective—and laughter as the antidote to the solemn delusion of divine contact on earth.
Perhaps the most debatable aspect of this dichotomy—being a humorist versus doing humor—is establishing the components of “counter-tragedy.” The dominant classes and intellectual elites, which no doubt include true humorists, have the means to document their vision and its feedback through caustic styles from other eras and places. That’s where more books, videos, or albums are produced. Less economically privileged classes, with little access to cultural production, may also be humor’s great representatives—but face difficulty (if they even desire it) in preserving their worldview. While publishing access in some areas allows for the perception of humor across eras, in others, only oral tradition survives. Chava Flores and his sharp chronicles seem unmatched in other parts of Mexico—especially rural ones. Only recently have efforts been made to preserve the tales of the legendary liars from Mexico’s southeast and elsewhere. Not the flashy politicians, but anonymous wise folk who spot and mock the pretense, pomp, and absurdity in their neighbors and “leaders.” Lying contests, common in rural areas, lack sufficient documentation to showcase their inherent brilliance. Only musical expression (corridos, chilenas, huapangos, etc.) hints at the sharp and often self-deprecating humor rooted in Mexico’s complex politics, offering a comic worldview that recognizes imposed governments as mockable and undeserving of perpetuation. Add to this the unnatural, absurd ambition to remain in power by legal trickery—turning Mexican law into a joke. The laughable part of authoritarianism is the attempt to be immutable—both politicians and parties—when they’re clearly opportunistic, cynical shapeshifters feeding at the public trough. In industrialized countries that prioritize comfort and consumerism, humor often functions as a sedative for middle classes who prefer risk-free lives. It’s speculated that fear of poverty kills any spark of internal laughter.
Some may wish to be humorists, but their nature leads them toward tragedy and melancholy. It doesn’t matter. Whether we are humor or use it, it will set us free: if everything is fleeting, it can’t be that important.
(This text has been translated into English by ChatGPT)