Bastará leer unos pocos cuentos de Arkadi Avérchenko (Rusia, 1881 –Checoslovaquia, 1925) para comprender la causa de ser llamado en vida “el rey de la risa”. Con una gran cantidad de textos, es difícil encontrar alguno que no siga vigente por hablar de situaciones que, como en la Rusia de inicios del siglo XX, pueden darse con el vecino inmediato; o mencionar a personas que, en esencia, nada le piden a aquellos rusos de antes y después de la revolución: la esencia humana poco cambia de siglo a siglo, o de ciudad a ciudad. La realidad del individuo insatisfecho subsiste.
Avérchenko gusta de burlarse de todo cuanto le rodea: el sistema político, las costumbres, la disposición hacia la vida, los animales, las fantasías, los funcionarios, los profesionales, en fin: el rey de la risa que no distingue entre el pudor que a muchos molesta hoy con la corrección política y la intención de quien comprende que la risa es un mecanismo automático para comprender el mundo. La risa es una manera de ser, va mucho más allá de la ocurrencia. Para tener tal mote, Arkadi toma varios matices en la risa: esa que explota para contagiar a otros; la que uno hace en lo bajo, tratando de esconder la diversión; la que nos hace levantar la ceja para entender hasta dónde va la burla y captar si no somos nosotros mismos los implicados. Además, acepta que el humor es universal: lo mismo debe hacerse con elegancia para quienes tienen más información e imaginación, que recurrir a la burla zafia y burda para llegar a quienes carecen de miras y cacumen. En “Humor para imbéciles”, el autor es interceptado por un gordillo “tan satisfecho de sí mismo que se cree obligado a reprender cariñosamente a todo el mundo”, es decir, un perfecto imbécil (corto de razón). Éste le insiste al autor que le cuente algo divertido, algo que lo divierta. Malhumorado, el personaje narra algunas pequeñas historias, sin mayor alcance, pero que divierten al escucha a grado tal que chilla de la risa. El texto remata con una sentencia: por fin el autor ha entendido por qué se hacen películas sobre “escenas estúpidas”: hay quien las necesita. El humor de eruditos requerirá más información y manejarla a varios niveles (lingüístico, social o político, para empezar) pero debe establecerse que es una necesidad humana, a veces más necesaria para los iletrados que hacen del humor su única válvula de escape o la más compleja herramienta para asimilar su realidad objetiva.
¿Las fantasías de todos los tiempos, sobre la existencia de sirenas y su supuesta atracción? Son risibles para Arkadi: si llegara a encontrarse una, habría que darle de comer pescado crudo (lo que no es erótico, como suponen los fantasiosos al tener en sus brazos una mujer semidesnuda), echarle agua cada tanto para evitarle la resequedad, verla peinarse la larga cabellera con el esqueleto del pescado y, peor aún, hablar como lo hacen los marineros: sin elegancia ni tacto algunos. Ahora imagínese la dificultad para traducir esos diálogos del ruso original al mexicano contemporáneo, en el entendido de que los modismos van cambiando. Las expresiones que para nuestros abuelos era motivo de divorcio hoy son apenas atendibles por niños y monjas.
El gremio de los escritores y su lucha con los editores no podía faltar. Podemos imaginar a este ruso discutiendo con su impresor por temas de pagos y presentaciones públicas. Mayor eficacia tiene cuando el escritor supone el triunfo a base de filtrar escenas y descripciones sexuales. En el cuento “Incurables” el autor propone descripciones sobre Lidia, una mujer con “henchidos e impresionantes globos” y “elásticas caderas”; cuando el editor se aburre de los muchos pasajes con tales menciones, le sugiere escriba artículos científicos, tal vez sobre los boyardos o las moscas. Por supuesto, la boyarda Lidia se desviste y le brotan “un par de agitados e impresionantes pechos”, mientras que la mosca Lidia se encuentra con un enorme moscardón macho y al levantar sus patitas agita sus “impresionantes pechos”. Esta idea de que las moscas pueden ser fuente de diversión se repite en el cuento “La mosca”, donde un preso sobrelleva el encierro al cuidar una mosca. La cual termina por huir, narra después el propio insecto, ante el acoso sufrido por parte de ese humano loco que no la deja ni dormir. En uno de sus cuentos famosos, “El poeta”, estamos ante el acoso interminable del escritor sobre el editor, al que le deja copia de sus escritos en los lugares menos esperados, desde las sábanas de su cama, la ropa que se cambia cada día, hasta las bolsas de la esposa del editor. En “Edipo rey”, un escritor fallido intenta obtener el trabajo de administrador de una revista, al recomendar telefónicamente al director de la misma con vendedores de papel, cobradores fiscales, autores consagrados; en fin, ante cualquier participante del proceso para editar una revista. Antes de recibir el cargo, el director le comunica que el teléfono lleva días desconectado. En “El abogado” vemos la censura y cómo un jurista recién egresado termina siendo defendido por el editor enjuiciado. Ni la censura ni los jurisconsultos salen bien librados.
La eterna lucha de los sexos va de un lado a otro. Para ocultar a la esposa sus amoríos con la mucama, en el cuento “Maupassant” el patrón envía a su conyugue a llevar libros a los amigos para que éstos la entretengan mientras el vivales está con la amante. En “Ninochka” una hermosa joven es pellizcada, toqueteada y molestada por varios hombres. Cuando se convence de que “todos son unos puercos” va a quejarse con su vecino, al que ella ve con buenos ojos, pero queda decepcionada cuando éste evidencia su desinterés por verla desnuda. En el cuento “El veneno” se presenta el extremo contrario. Una actriz sólo le contesta a su pareja con diálogos de las obras que ella ha actuado, dejándolo siempre con la sensación de que forma parte de una suerte de ensayo intemporal. Sobre el mismo tema, en el cuento “Los hombres” aparece la señora que convence a un joven de que ha dejado embarazada a su hija y que, al haber muerto ésta, debe cuidar de la hija de ambos. Perplejo, el muchacho está a punto de aceptar la tarea, cuando se aclara el error de la vieja: ha tocado en la puerta equivocada del edificio, para tranquilidad del entrevistado. En el cuento “La mentira” establecemos el mensaje final: ambos sexos son igual de chapuceros en menesteres del amor.
En la añoranza de cuando los delincuentes tenían cierto pudor, el autor presenta en el cuento “Los ladrones” una negociación telefónica entre la víctima ausente y los infractores que han entrado a la casa a robar. La necedad de los policías en vigilar es ridiculizada en “Robinsones”. Por algo el autor salió de Rusia con la llegada de la revolución: hay “servidores públicos” cortos de humor. La vida del escritor contrasta con la alegría de sus cuentos. Los funcionarios que se asumen como representantes del pueblo para justificar su ignorancia e imponer sus ideas bajo la fuerza del estado, no son privativos de aquella Rusia. La estulticia y el abuso opacan cualquier aspecto de la teoría del Estado. No importa el contenido de las leyes, los burócratas inútiles que no desean trabajar siempre podrán contar con la apatía de la población.
Incluso el mismo autor puede ser motivo de diversión, si es que su madurez e inteligencia logran plasmar la autocrítica. En “Autobiografía” habla de su trayectoria, pero se burla de sus sueños, de cómo logra el éxito y, sobre todo, de sus intentos por parecer modesto. Menos sufre quien se toma menos en serio, ya la realidad pondrá en su lugar a los artistas intemporales.
Arkadi Avérchenko, un verdadero rey de la risa.
The Mexican Münchhausen | Avéchenko, the timeless
By Ricardo Guzmán Wolffer
Reading just a few stories by Arkadi Averchenko (Russia, 1881 – Czechoslovakia, 1925) is enough to understand why he was called the “king of laughter” in his lifetime. With such a large body of work, it’s hard to find one that doesn’t remain relevant, as his stories speak to situations that, as in early 20th-century Russia, could happen with the immediate neighbor; or they feature people who, at their core, are no different from those Russians before and after the revolution: human nature changes little from century to century, or from one city to another. The reality of the dissatisfied individual persists.
Averchenko enjoys mocking everything around him: the political system, customs, attitudes toward life, animals, fantasies, officials, professionals—essentially, he’s the king of laughter, with no regard for the type of decorum that today’s political correctness enforces. His humor is an automatic mechanism for understanding the world. Laughter is a way of being, far beyond just wit. To earn this title, Arkadi’s humor takes on various shades: that which bursts out contagiously; the quiet chuckle, hidden to avoid revealing amusement; the raised eyebrow, gauging the extent of the jest to see if one’s own self might be implicated. He also believes humor is universal: it must be delivered elegantly for those with more knowledge and imagination, while crude humor is sometimes necessary for those lacking perspective and discernment. In Humor for Imbeciles, the author encounters a chubby man who’s “so self-satisfied he feels compelled to affectionately reprimand everyone,” the epitome of an imbecile (one short on reason). The man insists the author tell him something funny, something amusing. Irritated, the author recounts short, unimpressive stories that, nonetheless, make the listener laugh uproariously. The story ends with a realization: the author finally understands why they make films with “stupid scenes”—some people need them. Erudite humor demands greater knowledge and engagement on many levels (linguistic, social, political, to start), but it’s essential to recognize that humor is a human need, sometimes more crucial for the uneducated, who make humor their only release or most complex tool for grasping their objective reality.
The fantastical tales of mermaids and their supposed allure? For Arkadi, they’re laughable: if one were found, it would need to be fed raw fish (which is hardly as romantic as fantasizers imagine, picturing a half-naked woman in their arms), sprayed with water to avoid dryness, watched as she combs her long hair with fish bones, and, worst of all, speaking as sailors do—without any elegance or tact. Now imagine the difficulty in translating those dialogues from the original Russian to contemporary Mexican, considering that idioms constantly evolve. Expressions that would have been grounds for divorce for our grandparents hardly catch the attention of children or nuns today.
The guild of writers and their battles with editors is another recurring theme. One can imagine this Russian arguing with his publisher over payment or public appearances. He is especially effective when the writer imagines success based on inserting sexual scenes and descriptions. In The Incurables, the author includes descriptions of Lidia, a woman with “swelling and impressive bosoms” and “elastic hips”; when the editor tires of the repeated mentions, he suggests the author write scientific articles, perhaps on boyars or flies. Of course, the boyar Lidia disrobes, revealing “a pair of agitated and impressive breasts,” while the fly Lidia encounters a huge male horsefly and, raising her legs, waves her “impressive breasts.” This idea of flies as a source of entertainment reappears in The Fly, where a prisoner passes the time by caring for a fly. The fly later narrates her escape, recounting the harassment suffered from the crazy human who wouldn’t even let her sleep. In one of his famous stories, The Poet, the writer hounds an editor, leaving copies of his manuscripts in unexpected places, from the editor’s bedsheets to his daily clothes and even his wife’s purse. In Oedipus Rex, a failed writer tries to secure the role of magazine manager by recommending the magazine’s director to paper sellers, tax collectors, celebrated authors—essentially anyone involved in the publishing process. Before the role is finalized, the director informs him that the phone has been disconnected for days. In The Lawyer, we see censorship at play as a newly graduated lawyer ends up being defended by the editor on trial. Neither censorship nor the legal scholars come out unscathed.
The age-old battle between the sexes plays out in various ways. In Maupassant, a husband sends his wife to deliver books to friends so they can distract her while he’s with the maid. In Ninochka, a beautiful young woman is pinched, touched, and harassed by several men. When she concludes that “all men are pigs,” she complains to a neighbor whom she likes, only to be disappointed when he shows no interest in seeing her undressed. In The Poison, we see the opposite: an actress responds to her partner exclusively with lines from plays she’s acted in, leaving him feeling like he’s part of an endless rehearsal. In Men, a lady convinces a young man that he impregnated her daughter and that, since the daughter has died, he must care for their child. Stunned, he’s about to agree when the woman realizes she’s knocked on the wrong door, much to his relief. In The Lie, the story concludes: both sexes are equally clumsy in matters of love.
The nostalgia for the days when criminals had a certain decorum comes to life in The Thieves, which depicts a phone negotiation between an absent victim and intruders who have broken into her home. The absurdity of police surveillance is ridiculed in Robinsons. It’s no wonder the author left Russia with the revolution’s arrival—some “public servants” lack a sense of humor. The writer’s life contrasts with the joy in his stories. Officials who claim to represent the people, justifying their ignorance and imposing their ideas with the state’s force, were not exclusive to that Russia. Stupidity and abuse cloud any theoretical benefits of the state. Regardless of the content of laws, idle bureaucrats who do not wish to work will always have the population’s apathy on their side.
Even the author himself can be a source of amusement if he’s mature and intelligent enough to capture self-criticism. In Autobiography, he recounts his career, mocking his dreams, his successes, and, above all, his attempts to appear modest. Those who take themselves less seriously suffer less—reality will eventually put timeless artists in their place.
Arkadi Averchenko, a true king of laughter.
(This text has been translated into English by ChatGPT)