El mexicano Münchhausen | El humor según Lipovetsky

Ricardo Guzmán Wolffer
Abogado, narrador, poeta, dramaturgo y humorista literario.
El mexicano Münchhausen | El humor según Lipovetsky

Article in English

 

A partir de Gilles Lipovetsky, acucioso escrutador de la sociedad contemporánea, y su ensayo “LA SOCIEDAD HUMORÍSTICA” se obtiene otro enfoque del humor y, así, de nosotros.

Los carnavales y fiestas populares, otrora depositarios del humor impersonal, colectivo y desbordado, ahora son más un acto folklórico o turístico. En la Edad Media europea, la cultura cómica popular estaba ligada a las fiestas: se rebajaba lo sublime, el poder y lo sagrado, con groserías y degradaciones grotescas de los ritos y símbolos religiosos o se permitía la representación de los hombres de poder. Esa degradación, sin embargo, tenía una simbología de la muerte como condición de un nuevo nacimiento; no se trataba de la mofa estéril: era una negación de lo actual en espera de la llegada de una nueva forma de ese poder terrenal o divino (este más allegado a los representantes de la divinidad que a la deidad misma).

Esos ritos paganos eran la representación del poder terrenal como algo vivo, mejorable o, simplemente, modificable. La burla en canciones e imagenología era, literalmente, un llamado a la renovación. Nada más vivo que el cambio permanente. En México esto fue asumido de modo distinto, merced a la Conquista y la Colonia, donde las fiestas populares pretendían una nueva invasión para enraizar las justificantes del ocupante. Los conquistados no aspiraban ni siquiera a cambiar de sometedor. Si acaso la renovación era sobre sí mismo, la risa servía para hacer tolerable la idea del sojuzgamiento inamovible. Pero no había comicidad abierta, porque lo cómico siempre es crítico, ya sea en la comedia clásica, la sátira, la fábula, la caricatura, la revista o el vodevil. De ahí la ausencia de tal perspectiva en la historia mexicana antes de la Independencia. La imposición violenta era cosa seria, al menos en las representaciones públicas. Hoy esto se replica, donde  lo cómico pierde su carácter público o colectivo para hacerse mimético con lo subjetivo, haciendo una distancia entre la integración y sus partes: la necesidad de criticar presupone un posicionamiento contra la autoridad y si las redes sociales diluyen cualquier apunte contra la autoridad, estamos en los ecos de aquella colonia donde la insurrección se pagaba con la vida, aunque fuera una mera intención en el divertimento público. Del siglo XVIII al XIX, la risa alegre es percibida como despreciable, hasta indecorosa, tan peligrosa para el emitente como para burlado, como tonta por el riesgo.

La insurrección pública a través de la burla se permitía por el anonimato del emitente. Entre la turba medieval y renacentista, la máscara o el tumulto o escondía al bardo cantante que se convertía en la voz de la pobreza que se ría con la esperanza del cambio. La historia reciente de México apunta a una censura insospechada incluso en los peores tiempos del priismo. Los episodios donde los caricaturistas eran amenazados, sutil o violentamente, para que dejaran en paz a los poderosos en algunos casos era el motivo de rumores. La auto publicitada izquierda mexicana habría armado un escándalo si algún legislador hubiera obligado a un crítico a pedirle perdón en un escenario público, pero esto sucedió recientemente. El anterior presidente del senado mexicano, autoasumido como oficialista incluso en detrimento del partido que lo postuló al senado, satélite del priismo reciclado bajo el nombre del partido político “morena”. Singular acrónimo del movimiento de regeneración nacional, intencionalmente confundible con la virgen de Guadalupe, la morena, motivo de devoción mexicana: en una burla política, pero que da pie a mostrar el ego del líder espiritual de este partido político plenipotenciario, se muestra que ese partido pretende ser adorado en iguales términos que la madre del creador en la idiosincrasia mexicana. La censura política legalizada ha llevado a que en otros estados del país la gobernante de morena prohíba a los reporteros críticos a pronunciarse sobre sus actos políticos; esto es soportado por los jueces afines al partido. Hoy en México burlarse abiertamente de los políticos conlleva el desprecio legal con la posibilidad de tener que pedir perdón en foros públicos y el riesgo personal de ser agredido por “simpatizantes” del partido en el poder. La idea de que el humor funcione hoy en los mismos términos que en la conquista mexicana, como un riesgo para el burlón o el crítico, es una prueba adicional de que el sistema político mexicano tiene como explicación final que la idea de la conquista sigue como referente básico en la ideología nacional. Lo que originalmente parecía una ofensa, la solicitud presidencial en el sexenio anterior para que España se disculpara por la conquista, se vuelve una broma por contraposición en el momento en que la esposa del ahora expresidente intenta residir en España junto con su hijo.

         Difícil es encontrar en la “aldea global” un humor que cohesione, como no sea para la subordinación. La publicidad busca ser una fuente de alegría. De los últimos héroes conceptuales, desde James Bond hasta las “series” gringas, pasando por nuestros políticos, la eficacia va provista de distancia conceptual respecto del cometido, disfrazándola de humorismo. La seriedad no atrae. Hoy sólo ese narciso posmoderno puede divertirse y debe hacerlo sin agredir. Adiós a los cómicos burlescos (Tin Tán, Groucho Marx, Chaplin), a los otrora héroes que con sus frases o brincos evidenciaban y criticaban. Ahora el Yo es el enemigo a vencer, incluso mediante la autodepreciación (una cantidad inabarcable de standuperos en monólogo sobre las “propias” vivencias que permitan al espectador darse por aludido o reflejado por el contrario).

         Esta idea de que el humor resulta ser un suavizante de lo cotidiano se percibe en la publicidad, cuyos mensajes alejados del nihilismo, de la discrepancia verbal y lo irracional, se controlan por la voluntad de señalar el valor positivo del producto, bien maquillada en una carita feliz, para hacer de la irrealidad risueña algo espectacular. En la moda también está el hecho humorístico. Esta idea, que tan bien ha funcionado en México, de que lo retro es la no-moda, remite a la autoparodia. Claro, a una autoparodia estudiada y cuidada para hacer ver que esos pantalones de dos mil dólares son como los acampanados de hace varias generaciones. Tal absorción de lo conceptual se extiende a niveles insospechados. Ahí están las trenzas afro, en cuanto ingresaron al uso popular perdieron su ritualidad para caer en la comparsita cotidiana. Si la sonrisa humorística es un ligero piquete de inoculación hormonal para provocar el consumo de productos cuestionablemente necesarios, no puede equipararse al otro humor, el que confronta.

         Y es que tanto en la moda como en lo cotidiano, lo humorístico ayuda a suavizar, a hacer menos pesados, menos considerables por ello, los mensajes y las obligaciones. La parte alegre de esta necesidad de mostrarse como individuo se hace imprescindible en la edad del consumo, pero no tanto como para comprometerse o mostrarse con honestidad valiente. Si la idea es que tooooodos seamos felices, es necesario hacer alcanzable a cualquiera los discutibles signos colectivos de lo valioso que puede ser cada persona por sus propias características, natruales o asumidas. Como si la felicidad fuera referenciada; terrible espejismo del consumo para formar la fachada “personalizada”. Peor en la era de redes sociales, donde tiene más peso el youtuber con decenas de millones de seguidores que el filósofo o el diseñador para acceder a la interioridad por sí mismo. Adiós al refinamiento burgués, bienvenida la familiaridad, generalmente vulgar en el sentido de que debe ser entendida por cualquiera, incluso analfabeta o ignorante supino: lo importante es ser consumidor. La avalancha de ayuda alegrante, para el solitario que quiere ser feliz disimula la angustia innegable. El humor funciona doblemente: libera aunque sea en destellos espaciados al individuo; e impide al ego tomarse en serio. Si somos igualmente humorosos no habrá tensión. Siempre que persista la idea de que debo ser diferente, único, posmoderno. El placer para la multitud hace mutar al humor en contraseña para la comunicación cordial, aunque sea falsa o sostenida en lo políticamente correcto, dirán los gringos, mientras sus políticos bombardean países y ciudades. Atrás se quedó la primera revolución individualista, donde se priorizaban los valores de libertad, de igualdad, de tolerancia, donde el humor era dualidad de sátira y de sensibilidad fina. La nueva susceptibilidad permite decir lo que sea, pero sin tomarse en serio, como buen narcisista. La televisión mexicana y su intención de no decir nada mientras parece que se hacen bromas ingeniosas es muestra clara. Comparar el humor público político entre los países puede ser una forma de analizar la permisibilidad de una nación.

         En la edad del consumo, lo humorístico entra en lo social: los valores superiores se vuelven paródicos, apenas logran dejar una huella emocional profunda. Así, va más allá de la producción deliberada de signos “cómicos”, y ello sin que intervenga la voluntad de los individuos y grupos: lo solemne -sobre todo por contraste-, adquiere una tonalidad cómica. Sobra hacer referencia de nuestros políticos, en su intento de hacer espectacular a la política sólo reafirman su decadencia burlesca. Mientras en 1980 en Francia, un payaso profesional, Coluche, se hizo candidato a la presidencia con gran aceptación, en México tenemos a otro payaso profesional. Brozo pudo más que todas las procuradurías juntas. Inolvidable será para los diplomáticos que fueron recibidos por el multifacético y metapolítico Brozo, quien los atendió en asuntos que en otros tiempos eran propios de diplomáticos de carrera. A Brozo se le intenta reprimir desde hace dos sexenios porque, entre otras cosas, muestra la escena política como un espectáculo burlesco, franca tragedia de millones de personas, sumidas en el arroyo de las limosnas gubernamentales a cambio de votos. Entre Brozo y Coluche, la mascarada política llega a sus últimas consecuencias. Cuando lo político carece de credibilidad y dignidad, apenas apoyado en personalidades (voté por el presidente Fox porque era el más guapo, me dijo una muy alta funcionaria pública sin partido; otra me dijo lo mismo de Peña Nieto), no es extraño que un artista de variedad o de carpa, obtenga los favores de ese público aburrido de los malos intentos de los políticos por ser ingeniosos: por lo menos con ellos nos reiremos “de verdad”.

         Entonces, perdido el sentido de lo social, uno se convierte para sus semejantes en un ente curioso, apenas extraño, pero desprovisto de misterio inquietante: el otro como teatro absurdo. El encuentro interhumano se hace extrañamente chusco. Y como respuesta, pero en sentido contrario, las prácticas narcisistas se revisten de una dignidad ceremonial y llena de nuevos adornos, el deporte se ha convertido en un actuar metódico, equiparable al trabajo pagado. El tiempo del tofu como necesidad esencial, de lo orgánico como única fuente de alimentación comprometida. Pequeña venganza de ese proceso humorístico de asocialización: la energía encausada por el narciso deportivista muta en unos meses o años con el surgimiento de una nueva pasión: después de la caminata, vendrá la bicicleta o el nuevo producto televisivo, tomándolo con la misma devoción. La moda y sus ciclos han alcanzado al propio narcisismo.

         En este conjunto de narcisos que para comunicarse sonríen cautelosamente, el concepto de sociedad ha mutado. Estamos en la posmodernidad.

 

 

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Humor according to Lipovetsky

Ricardo Guzmán Wolffer

 

Drawing from Gilles Lipovetsky, a keen observer of contemporary society, and his essay “THE HUMORISTIC SOCIETY,” we get another perspective on humor—and thus, on ourselves.

Carnivals and popular festivities, once bearers of impersonal, collective, and overflowing humor, are now more of a folkloric or touristic act. In medieval Europe, popular comic culture was linked to festivals: what was sublime, power, and the sacred, was brought down with vulgarity and grotesque degradation of religious rites and symbols, or through representations of men in power. Yet this degradation had a symbolism of death as the condition for a new birth; it wasn’t a sterile scoff, but rather a negation of the present, expecting the arrival of a new form of that earthly or divine power (the latter being more about the representatives of divinity than divinity itself).

Those pagan rituals represented temporal power as something living, perfectible, or simply, changeable. Mockery—in songs and imagery—was literally a call for renewal. Nothing is more alive than constant change. In Mexico, this was taken on differently, due to the Conquest and the Colonial period, where popular festivals sought a new invasion in order to entrench the occupier’s reasons. The conquered didn’t even aspire to change their conqueror. If anything, renewal was self-directed, and laughter served to make the idea of unchangeable subjugation tolerable. But there was no open comic spirit, because the comic is always critical—be it in classic comedy, satire, fable, caricature, revue, or vaudeville. Hence, the lack of such a perspective in Mexican history prior to Independence. Violent imposition was a serious matter, at least in public representations. This is repeated today, where public or collective comedy loses its character and becomes mimetic with the subjective, creating distance between integration and its parts: the need to criticize presupposes taking a stance against authority, and if social media dilute any jab at authority, we find ourselves echoing that colonial time where insurrection could cost your life, even as mere public amusement. From the eighteenth to nineteenth century, joyful laughter was seen as contemptible, even indecorous, as dangerous for the mocker as for the mocked, and foolish for the risk.

Public insurrection through mockery was allowed by the anonymity of the mocker. In medieval and Renaissance mobs, the mask or the tumult hid the singing bard who became the voice of the poor laughing in hopes of change. Mexico’s recent history points to a surprising level of censorship even in the worst times of PRI rule. There were cases where cartoonists were threatened, subtly or violently, to leave the powerful alone; these were sometimes the subject of rumors. The self-promoted Mexican left would have made a scandal had a lawmaker forced a critic to apologize publicly—but this just happened. The previous president of the Mexican Senate, openly government-aligned even against his own party, a satellite of recycled PRI politics under the name “morena.” A unique acronym for the national regeneration movement, intentionally confusable with the Virgin of Guadalupe (La Morena), an object of Mexican devotion: in a political mockery, but one that showcases the ego of this party’s spiritual leader, it shows that the party aims to be revered on the same terms as the creator’s mother in Mexican idiosyncrasy. Legalized political censorship has led governors in other Mexican states (from morena) to forbid critical reporters from commenting on their political activities—supported by judges friendly to the party. Today in Mexico, openly mocking politicians entails legal disdain and possibly having to apologize in public forums, plus the personal risk of being attacked by “sympathizers” of the party in power. The idea that humor operates today as it did during the conquest of Mexico, as a risk to the mocker or critic, is further proof that the final explanation of the political system is that the conquest still serves as a basic reference in national ideology. What once seemed an offense—the previous president’s demand that Spain apologize for the conquest—turns into a joke when the president’s now ex-wife tries to settle in Spain with their son.

It is hard to find in the "global village" a form of humor that unites, except for submission. Advertising aims to be a source of joy. Of the latest conceptual heroes—from James Bond to American TV series, and including our politicians—efficiency is accompanied by conceptual distancing from the subject, masking it as humor. Seriousness does not attract. Today, only this postmodern Narcissus can entertain himself, and must do so non-aggressively. Goodbye to mocking comedians (Tin Tán, Groucho Marx, Chaplin), to the former heroes whose lines or jumps revealed and criticized. Now, the Ego is the enemy to overcome—even through self-deprecation (countless stand-up comics performing monologues about personal experiences to allow the audience to see themselves either alluded to or as opposites).

This idea that humor softens daily life is evident in advertising, whose messages, removed from nihilism, verbal dissent, and the irrational, are controlled to stress the product’s positive value, well masked by a smiley face, turning cheerful unreality into something spectacular. Humor is also present in fashion. The well-functioning Mexican notion that retro style is non-fashion points to self-parody—but a calculated and careful one, to make those two-thousand-dollar pants look like the bell-bottoms of old generations. This conceptual absorption reaches unexpected heights. Afro braids, once they entered popular use, lost their ritual and became daily dress-up. If a humorous smile is a small hormonal vaccination to prompt consumption of dubiously necessary products, it cannot be equated with another type of humor—the confrontational one.

And so, both in fashion and everyday life, humor helps smooth and lighten messages and obligations. The cheerful part of this need for individuality becomes essential in the consumer age, though not so much as to provoke honest, courageous engagement. If the goal is for everyone to be happy, it makes the questionable collective signs of each person’s value by their own nature or adoption attainable by anyone. As if happiness were referential; a terrible consumerist mirage to create a “personalized” façade. Worse in the social media era, where a YouTuber with millions of followers outweighs the philosopher or designer in accessing one’s own interiority. Goodbye to bourgeois refinement, welcome the familiarity, generally vulgar in the sense that it should be understandable to anyone, even the illiterate or supremely ignorant: the important thing is to be a consumer. The avalanche of mood-enhancing help for the lonely who want to be happy masks undeniable anguish. Humor works double: it frees the individual, at least in scattered flashes; and prevents the ego from taking itself seriously. If we are all equally humorous, tension disappears—as long as the need to be different, unique, postmodern, persists. Mass pleasure turns humor into a password for cordial, even if false or PC, communication—they’ll say in America, as their politicians bomb countries and cities. The first individualist revolution is left behind, where values of liberty, equality, and tolerance were prioritized, and humor embodied both satire and subtle sensibility. The new sensitivity allows saying anything, but not taking oneself seriously, as a good Narcissus does. Mexican television’s intention to say nothing while seemingly making clever jokes is a clear example. Comparing public political humor between countries can be a way to analyze a nation’s permissiveness.

In the consumer age, humor enters the social sphere: higher values become parodic and barely leave a deep emotional trace. Thus, it goes beyond the deliberate production of "comic" signs, without individual or group intent: the solemn—especially by contrast—acquires a comic tone. No need to reference our politicians; in their attempt to make politics spectacular, they only reaffirm its decadent ridiculing. While in 1980 in France, a professional clown, Coluche, ran for president with great acceptance, in Mexico we have another professional clown. Brozo proved more powerful than all the prosecutors combined. Diplomats will never forget being received by the multifaceted meta-political Brozo, who handled business once reserved for career diplomats. Brozo has been pursued for two presidencies because, among other things, he exposes the political scene as a grotesque spectacle—a true tragedy for millions sunk in the stream of governmental handouts for votes. Between Brozo and Coluche, political masquerade has reached its logical end. When politics lacks credibility and dignity, sustained only by personalities ("I voted for President Fox because he was the most handsome," a senior independent official told me; another told me the same about Peña Nieto), it’s no surprise that a variety or tent artist wins the favor of a public bored by politicians’ poor attempts at wit—with them, at least, we laugh “for real”.

So, with social meaning lost, one becomes a curious being to others, only a little strange, but devoid of troubling mystery: the Other as theater of the absurd. Human encounters become oddly laughable. And, in contrast, narcissistic practices are cloaked in ceremonial dignity and new adornments; sport has become a methodical act, akin to paid work. The age of tofu as an essential need, of organic food as the only committed nourishment. A small revenge of this humoristic process of asocialization: the energy of the sports narcissist mutates in months or years with a new passion—after walking comes cycling or the next TV product, all with the same devotion. Fashion cycles have caught up with narcissism itself.

In this set of narcissists who cautiously smile to communicate, the very concept of society has mutated. We are in postmodernity.

 

 

(This text has been translated into English by ChatGPT)

Copyright © Ricardo Guzmán Wolffer Publicado en Humor Sapiens con el permiso de su autor. Reservados todos los derechos.