Ay, humor, ay, humor | Reírse con el Titanic

Félix Caballero Wangüemert
Escritor, humorista, periodista.
Ay, humor, ay, humor | Reírse con el Titanic

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Camino por las calles de Vigo, la ciudad española en la que vivo –en la siempre entrañable Galicia– y veo en una parada de autobús el último (¿o tal vez ya el penúltimo?) anuncio de General Óptica, marca líder en España en el cuidado de la salud visual y auditiva.

Se trata del primer anuncio de su nueva campaña publicitaria, que se desarrollará a lo largo del año en televisión, soportes en el exterior y canales digitales. Se titula “Ver bien es otra historia” y reescribe historias de la humanidad con una premisa clara: ¿y si ver bien lo hubiera cambiado todo?

La primera entrega –el anuncio del que les hablo– hace alusión al hundimiento del Titanic, planteando un escenario alternativo: qué habría pasado si el iceberg que hundió el buque se hubiera avistado a tiempo. El concepto creativo se apoya en el tono de humor con el que suele comunicar la marca para contar que la buena visión supone un antes y un después muy grande, hasta el punto de cambiar una historia cuyo desenlace conocemos todos. El tono humorístico convive con un mensaje de relevancia, ya que ver bien transforma nuestra vida cotidiana de una manera radical, algo que muchas veces olvidamos y que la marca quiere recordar.

El anuncio es original y provoca, sin duda, una sonrisa. Pero a mí me suscita además algunas reflexiones o comentarios sobre al menos tres cuestiones que me gustaría compartir aquí y ahora con ustedes, los lectores. Esas tres cuestiones son el uso del humor en la publicidad, la concepción de la comedia como tragedia más tiempo y la naturaleza del humor negro. Comencemos.

El humor en la publicidad

La utilización del humor en publicidad resulta hoy una práctica habitual en todo el mundo. El ascenso de las formas y contenidos cómicos en la publicidad de los últimos tiempos es paralelo al que viene dándose en el cine, en la literatura, en el periodismo y en el discurso político», tal vez por «la progresiva idealización de la actitud irónica, inspiradora de un lenguaje universal”.

En el campo específico de la publicidad, el auge del humor se explica porque la publicidad ya no trata de mostrar un discurso argumentativo formal, demostrativo del producto. Desde el bum de la creatividad publicitaria, que podemos situar hacia los años 50 del siglo XX, lo que pretenden los profesionales de la comunicación persuasiva con fines comerciales es apelar mayoritariamente a los sentimientos del receptor.

La publicidad no se encamina directamente a aumentar las ventas de una empresa –eso lo hace el marketing–, sino a forjar un vínculo afectivo entre la marca, el producto o servicio y el receptor. En este sentido, el humor se revela como una de las formas más eficaces para conectar con el público, para seducirlo. El estilo humorístico encaja dentro de la publicidad emocional, un tipo de publicidad que adopta un enfoque indirecto, que entretiene, divierte y no se centra en las características funcionales de los productos. Busca generar simpatía hacia la marca y, en este sentido, obtiene la buena voluntad de los consumidores.

Pero no siempre fue así. En los años 20 del siglo pasado, Claude Hopkins, el hombre que hizo de la publicidad una ciencia, cargaba directamente contra el uso del humor en este terreno. En 1923, en su libro “La publicidad científica”, decía: “Es preciso medir a los anuncios por el baremo de su capacidad de venta, y no por el de la diversión. Los anuncios no se han escrito para entretener […]. No hay que intentar divertir porque gastar dinero es un asunto serio”.

Las cosas comenzaron a cambiar tímidamente con la revolución creativa de los años 60, con la que la publicidad pasó de la ciencia y la investigación al arte, la inspiración y la intuición, alcanzando cierto sentido del humor respecto a sí misma, pero todavía en 1963, en sus “Confesiones de un publicitario”, David Ogilvy, uno de los grandes gurús de la historia de la publicidad, afirmaba: “Debe tratarse de cautivar al consumidor para que compre el producto. Esto no quiere decir que los anuncios deban ser chocantes o cómicos. El público no compra payasadas”.

El auténtico vuelco se produjo en los años 80. El estilo humorístico comenzó a formar parte de la publicidad, llegándose a constituir como uno de los efectos más frecuentemente pretendidos por los creativos de todo el mundo.

La comedia: ¿tragedia más tiempo?

Que el hundimiento del Titanic representó una tragedia inmensa es indudable. El transatlántico británico se hundió en la noche del 14 al 15 de abril de 1912, al colisionar con un iceberg en el norte del océano Atlántico frente a las costas de Terranova (Canadá) cuando realizaba su viaje inaugural de Southampton (Inglaterra) a Nueva York (EEUU). Fallecieron unas mil quinientas personas por golpes diversos, caídas, ahogamiento o hipotermia, lo que convirtió este naufragio en el más fatal de la época y en una de las mayores tragedias marítimas en tiempos de paz. 

Charles Chaplin decía que la comedia es tragedia más tiempo –“la vida es una tragedia si la ves de cerca, pero una comedia si la miras con distancia”– y este anuncio de General Óptica parece darle la razón. Han pasado más de ciento veinte años desde el hundimiento y la citada pieza publicitaria nos despierta ahora una sonrisa. Un anuncio así habría sido imposible unos días después de la tragedia, incluso unas semanas o unos meses. A lo mejor hasta también después de unos pocos años. Pero hoy no.

Lo vemos también con la guerra, fuente de tantas y tantas tragedias. La guerra es siempre una tragedia, aunque se gane. No existen victorias gloriosas. Por eso, Arthur Wellesley Wellington, el duque de Wellington, vencedor sobre Napoleón en Waterloo, lloró cuando leyó la lista de bajas y dijo: “Creedme, nada excepto una batalla ganada puede ser la mitad de triste que una batalla perdida”.

Un buen ejemplo de que reírse de una tragedia reciente (no digamos en curso) es delicado –cuando no imposible–, pero la cosa cambia con el paso del tiempo lo tenemos en “MASH”, la famosa película estadounidense (1970) y luego serie de televisión (1972) basada, supuestamente, en la guerra de Corea (1950-1953). Digo “supuestamente” porque en realidad hablaba, como todo el mundo sabía, de la guerra de Vietnam (1955-1975), todavía en marcha por aquel entonces. Todo el mundo lo sabía, pero aún no se podía decir abiertamente. Faltaba tiempo.

Con todo, también hay comedias que tratan abiertamente sobre guerras en curso. Las excepciones que confirman la regla o tal vez, como veremos a continación, la fuerza y la necesidad del humor negro. Por ejemplo, “Ser o no ser”, de Ernst Lubitsch (1942), ambientada en la Varsovia ocupada por los nazis durante la II Guerra Mundial. Y el mismo Chaplin estrenó “Armas al hombro” (1918), una sátira sobre la I Guerra Mundial, solo dos semanas después de que se firmara el armisticio, poniendo en duda su propia frase de que comedia es tragedia más tiempo.

El humor negro

El anuncio de General Óptica sobre el hundimiento del Titanic, en el que –repito– murieron mil quinientas personas, es una buena muestra de humor negro, por mucho  que el tiempo transcurrido haya desdibujado la tragedia. Digo “buena” porque se ríe de la muerte y no de los muertos, como es prescriptivo en el género. El problema es que algunos –desde luego, en España muchos– confunden las cosas y se ríen del muerto con el pretexto de que están haciendo humor negro.

En su libro “O segredo do humor”, publicado en lengua gallega en 1963, durante los duros años del franquismo, el filósofo español Celestino Fernández de la Vega explica muy bien qué es el humor negro: “El que hace de tripas corazón por no desesperarse, por no llorar, por caricaturizar la tristeza”; “el que no quiere entregarse a la tragedia, al dolor, a la tristeza, a la lamentación dramática y gesticulante”, y por eso “no tiene más remedio que escarnecerlos, mofarse de ellos, hasta llegar al ludibrio y al sarcasmo en los casos extremos”.

Una definición esta de Fernández de la Vega que podemos completar con la siguiente reflexión del filósofo francés André Comte-Sponville: “Se puede bromear sobre todo: el fracaso, la muerte, la guerra, el amor, la enfermedad, la tortura. Lo importante es que la risa añada algo de alegría, algo de dulzura o de ligereza a la miseria del mundo y no más odio, sufrimiento o desprecio. Se puede bromear con todo, pero no de cualquier manera. Un chiste judío nunca será humorístico en boca de un antisemita”. En cambio –digo yo–, nadie goza tanto con los chistes antisemitas como los propios judíos cuando los cuentan ellos. En la película “Stardust Memories” (1980), Woody Allen bromea así sobre el Holocausto: “Si no hubiera nacido en Brooklyn, si hubiese nacido en Polonia o Berlín, hoy sería la pantalla de una lámpara, ¿no?”.

El límite del humor –también del negro– es, por lo tanto, no hacer daño. Con el dolor ajeno no se juega. Cuando el pretendido humor no contribuye a aligerar la tragedia, sino que la aumenta conscientemente, no es humor, ni negro ni blanco; es una canallada. Entre el verdugo y quien se ríe del sufrimiento de la víctima no hay ninguna diferencia moral.

En España, muchos llevan más de cincuenta años riéndose de la muerte –del asesinato, digámoslo claro– del almirante Luis Carrero Blanco, vicepresidente del Gobierno en los últimos años de la dictadura de Franco, cuyo coche saltó por los aires, hasta el punto de volar por encima de la fachada del colegio de los jesuitas en Madrid y caer en el patio interior, una mañana de 1973 como consecuencia de una bomba puesta por la organización terrorista ETA. Y muchos otros –o tal vez los mismos– llevan más de treinta años riéndose de las muertes de las tristemente famosas “niñas de Alcàsser”, tres adolescentes de catorce y quince años asesinadas tras haber sido salvajemente violadas, y del atentado de ETA que dejó sin las dos piernas y sin tres dedos de una mano a otra menor de solo doce años, Irene Villa, quien viajaba en coche con su madre, que sufrió la amputación de un brazo y una pierna. Aunque parezca mentira, los chistes sobre estos dos crímenes tan terribles llegaron a hacerse recurrentes entre algunos españoles y los siguen contando a día de hoy con la excusa de que son solo ejercicios de un legítimo humor negro.

No tengo ganas de seguir ahondando en el tema ni creo que haga falta. El humor negro, que efectivamente nos ayuda a digerir situaciones muy difíciles, no tiene nada que ver con este tipo de comportamientos que más bien deberíamos calificar de apología del crimen.

Volviendo al anuncio de General Óptica, celebro que la publicidad siga apostando por el humor y que lo haga con el ingenio y la originalidad de la campaña “Ver bien es otra historia”. Esperamos con ansia la publicación de los próximos anuncios.

 

 

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Laughing with the Titanic

by Félix Caballero

 

As I walk through the streets of Vigo, the Spanish city where I live—in ever-charming Galicia—I see at a bus stop the latest (or perhaps the second-to-last?) ad by General Óptica, Spain’s leading brand in visual and auditory healthcare.

It’s the first advertisement in their new campaign, which will run throughout the year on television, outdoor media, and digital channels. Titled “Seeing well is a different story,” it rewrites episodes of human history under one clear premise: what if good vision had changed everything?

The first installment—the ad I’m referring to—makes reference to the sinking of the Titanic, proposing an alternate scenario: what would have happened if the iceberg that sank the ship had been spotted in time? The creative concept relies on a humorous tone, characteristic of the brand’s messaging, to tell us that good vision can mark a huge turning point—so much so that it could change the outcome of a story we all think we know. The humorous tone coexists with a meaningful message: seeing well radically transforms our everyday life, something we often forget and that the brand wants to remind us of.

The ad is original and undoubtedly brings a smile. But for me, it also prompts some reflections or at least a few comments on three topics I’d like to share with you now, dear readers. These topics are the use of humor in advertising, the idea of comedy as tragedy plus time, and the nature of dark humor. Let’s begi

Humor in Advertising

Using humor in advertising is now common practice across the world. The rise of comic forms and content in advertising parallels what we’ve seen in film, literature, journalism, and political discourse—perhaps due to the progressive idealization of the ironic attitude, which inspires a kind of universal language.

In the specific field of advertising, humor has become prominent because advertising is no longer about presenting a formal, product-focused, demonstrative message. Since the boom of creative advertising—which we can date to around the 1950s—those working in persuasive communication with commercial goals aim primarily to appeal to the emotions of the audience.

Advertising does not aim directly to increase sales—that’s the job of marketing—but rather to forge an emotional connection between the brand, the product or service, and the consumer. In this sense, humor proves to be one of the most effective ways to connect with the public, to seduce them. A humorous style fits into emotional advertising: a type of advertising that takes an indirect approach, that entertains, amuses, and doesn’t focus on the product’s functional features. It seeks to generate goodwill toward the brand and, in doing so, earns the consumer’s favor.

But it wasn’t always like this. In the 1920s, Claude Hopkins—the man who turned advertising into a science—openly opposed the use of humor in this field. In 1923, in his book Scientific Advertising, he wrote: “Ads should be measured by their selling power, not their entertainment value. Ads are not written to amuse [...]. Don’t try to be funny. Spending money is a serious matter.”

Things started to change gradually with the creative revolution of the 1960s, when advertising shifted from science and research to art, inspiration, and intuition—eventually even gaining a sense of humor about itself. Still, in 1963, in his Confessions of an Advertising Man, David Ogilvy—one of the great gurus in advertising history—stated: “You have to interest the consumer enough to buy the product. This doesn’t mean the ads should be shocking or funny. People don’t buy from clowns.”

The real shift happened in the 1980s. Humor began to be a key element in advertising and became one of the most commonly sought-after effects by creatives worldwide.

Comedy: Tragedy Plus Time?

There’s no doubt that the sinking of the Titanic was a massive tragedy. The British ocean liner sank during the night of April 14 to 15, 1912, after colliding with an iceberg in the North Atlantic off the coast of Newfoundland (Canada), on its maiden voyage from Southampton (England) to New York (USA). Around 1,500 people died from various injuries, drowning, or hypothermia, making it the deadliest peacetime maritime disaster of its era.

Charlie Chaplin once said that comedy is tragedy plus time—“Life is a tragedy when seen in close-up, but a comedy in long-shot”—and this General Óptica ad seems to prove him right. Over 120 years have passed since the sinking, and this ad now makes us smile. Such an ad would have been unthinkable just days after the tragedy, perhaps not even a few weeks or months later. Maybe not even years. But now it works.

We see this with war too—a source of endless tragedies. War is always a tragedy, even when it’s “won.” There are no glorious victories. That’s why Arthur Wellesley, the Duke of Wellington—who defeated Napoleon at Waterloo—cried when he read the list of casualties and said: “Believe me, nothing except a battle lost can be half so melancholy as a battle won.”

A good example of how joking about a recent (let alone ongoing) tragedy is delicate—if not outright impossible—is MASH*, the famous American film (1970) and TV series (1972) ostensibly based on the Korean War (1950–1953). I say “ostensibly” because, as everyone knew, it was really about the Vietnam War (1955–1975), which was still ongoing at the time. Everyone knew it, but it couldn’t yet be said out loud. It was too soon.

Still, there are comedies that openly address ongoing wars. These are the exceptions that prove the rule—or perhaps, as we’ll now see, evidence of the strength and necessity of dark humor. For instance, To Be or Not to Be by Ernst Lubitsch (1942), set in Nazi-occupied Warsaw during World War II. Or Chaplin’s Shoulder Arms (1918), a satire of World War I released just two weeks after the armistice, casting doubt on his own idea that comedy is tragedy plus time.

Dark Humor

The General Óptica ad about the Titanic sinking, where—again—1,500 people died, is a good example of dark humor, even if time has dulled the memory of the tragedy. I say “good” because it laughs at death, not at the dead, as is proper in this genre. The problem is that some people—many in Spain, for instance—get this wrong and laugh at the dead under the guise of dark humor.

In his book O segredo do humor (The Secret of Humor), published in Galician in 1963 during the harsh years of Franco’s regime, Spanish philosopher Celestino Fernández de la Vega explained dark humor quite well: “It’s when one puts on a brave face to avoid despair, to avoid crying, to caricature sadness”; “when one refuses to surrender to tragedy, pain, sorrow, dramatic lamentation and gesturing,” and therefore “has no choice but to ridicule them, to mock them, even to the point of derision and sarcasm in extreme cases.”

We can complement Fernández de la Vega’s definition with this reflection by French philosopher André Comte-Sponville: “One can joke about everything—failure, death, war, love, illness, torture. The important thing is that laughter adds some joy, some sweetness or lightness to the world’s misery—and not more hatred, suffering, or contempt. One can joke about everything, but not in any way. A Jewish joke will never be humorous coming from an antisemite.” On the other hand—as I would add—nobody enjoys antisemitic jokes more than Jews themselves when they tell them. In Stardust Memories (1980), Woody Allen jokes about the Holocaust: “If I hadn’t been born in Brooklyn, if I’d been born in Poland or Berlin, today I’d be a lampshade, right?”

The limit of humor—even dark humor—is, therefore, not to cause harm. Other people’s suffering is not something to play with. If humor doesn’t help lighten a tragedy, but instead consciously adds to it, it’s not humor—neither dark nor otherwise. It’s cruelty. Morally, there’s no difference between the executioner and someone who mocks a victim’s pain.

In Spain, many people have been laughing for over fifty years about the death—the murder, let’s call it what it was—of Admiral Luis Carrero Blanco, Vice President during Franco’s final years, whose car was blown into the air by an ETA bomb, flying over a Jesuit school’s façade and landing in the inner courtyard one morning in 1973. And many others—or perhaps the same people—have spent more than thirty years joking about the deaths of the tragically famous “Alcàsser girls,” three teenage girls brutally raped and murdered, or about the ETA attack that left 12-year-old Irene Villa without both legs and three fingers, as she rode in a car with her mother, who lost an arm and a leg. As hard as it may be to believe, jokes about these horrific crimes became recurrent among some Spaniards—and are still told today, under the excuse that it’s just dark humor.

I don’t want to dwell on this topic further, nor do I think it’s necessary. Dark humor, which truly can help us process very difficult situations, has nothing to do with such behavior, which we’d be better off labeling as criminal glorification.

Back to the General Óptica ad: I’m glad to see that advertising continues to embrace humor—and that it does so with the wit and originality of the “Seeing well is a different story” campaign. We eagerly await the release of the next ads.

 

(This text has been translated into English by Chat GPT)

Copyright © Félix Caballero Wangüemert. Publicado en Humor Sapiens con el permiso de su autor. Reservados todos los derechos.