Arto Paasilinna, el gran escritor finlandés, entre sus muchos textos, tiene el libro “Delicioso suicidio en grupo”. Dos hombres se encuentran en un puente a punto de suicidarse. Por motivos de amabilidad se ceden el derecho a saltar. “Primero usted, yo lo sigo”, se dicen varias veces y entonces caen en la cuenta de que puede ser más divertido un suicidio en grupo.
Este libro, claramente humorístico, nos lleva a hablar de aspectos importantes para explicar la muerte autocausada; suponiendo que tenga explicación (que sin duda tendrá repercusiones en el más allá, según la religión, el estado civil y las pensiones alimentarias que deja pendientes el muerto. Quizás éstas últimas nos den una pista de la causa del suicidio). En esta peculiar comedia se forma un grupo amplio de suicidas; esto nos lleva a conocer los motivos de algunos para hacerlo. Unos sufren por aspectos sexuales; otros por aspectos materiales; otros por sus relaciones de pareja. Y también tiene que ver el Estado con toda esta situación de angustia colectiva. En alguna parte Paasilinna dice que el estado finlandés está contribuyendo a mantener el alcoholismo y el abotargamiento de los cuadros medios y superiores de las empresas. El resultado registral de las reuniones de suicidas para organizar la muerte colectiva es un portafolios repleto de fotocopias que nadie abre ni piensa abrir. Una cosa es decir que me quiero morir y otra jalar el gatillo. De suicida parlachín, mucho; de suicida real y efectivo, realmente ninguno, al menos en la novela.
La participación del Estado en lograr condiciones favorables para el libre desarrollo de la personalidad puede llevar a situaciones inadecuadas: si el estado actúa parcialmente y sólo favorece a un sector puede orillar a los componentes de otro a que traten de emular a los generales de la antigüedad que preferían partir al inframundo antes que entregar su tesorito y su honra a los invasores sedientos de carne humana masculina. Claro, suponiendo que la muerte organizada en grupo sea posible en la forma planteada por el autor. Más de uno suponemos que, si de verdad el mundo se va a acabar, las parrandas orgiásticas serían apenas el punto inicial del largo adiós, dirían los noir. Este peculiar grupo de suicidas decide robar un camión para darse muerte de la manera más espectacular que pudiera haber en Finlandia, aprovechando sus montañas y sus paisajes impresionantes para arrojarse al abismo. En el inter puede suceder todo, como bien suponemos en México, donde las deudas bancarias, hacendarias, familiares y hasta estudiantiles nos han vuelto expertos en inventar el hilo negro para no pagar las deudas con el más que clásico refrán: "debo, no niego; pago, no tengo". Al integrarse al suicidio colectivo, hay quien llena las tarjetas de crédito, sabiendo que no las pagará; otros comen desaforadamente sabiendo que ya no importa conservar la dieta ni la figura; algunos se permiten tener una vida sexual apremiante ante el inminente suicidio. Más vale partir descremado que intacto. Por supuesto, en el largo trayecto de los excesos, muchos deciden no morir. Si literariamente los extremos se tocan, el exceso pensado como pase a lo mortuorio fácilmente puede ser un llamado a la vida; o quizás es necesario llegar al último momento, cuando la muerte parece inevitable, para apreciar la vida.
Hay una responsabilidad del Estado en el bienestar de los individuos, pero también hay una responsabilidad de los individuos para velar por sí mismos: no podemos dejar en manos del Estado la interioridad de cada persona. El discurso paternalista permea en muchos países, donde pareciera que los políticos son los padres plenipotenciarios de una población inútil para valerse por sí misma, donde la mejor opción para millones de pobres es recibir una asistencia estatal ante la imposibilidad de conseguir un trabajo digno o una educación adecuada tanto para la propia subsistencia o para ser un ciudadano productivo. Ese mensaje reiterado en cada perorata, fortificado en toda acción de Estado y confirmado en la recepción de dinero o comida, a cambio de exigencias electorales o políticas, debe trascender al interior de los receptores de tal sistema político: si la persona termina por ser prácticamente inútil, apenas digna de recibir lo indispensable, con la sensación de ser una carga social, no sorprende que eso orille al suicidio. Claramente esa no es la intención del Estado: si se trata de una “democracia”, cada voto cuenta, pero el mensaje continuo y demostrado de la inutilidad del individuo perturba fácilmente a quienes no tienen otra manera de ver la vida. Ni siquiera en los Estados absolutistas se piensa en función del impacto emocional de todos los actos políticos.
En este libro, entre risas y guiños de pastelazo, cual película muda, el autor termina por hacernos reflexionar. Si tengo el derecho al suicidio, mi cuerpo y mi alma no pertenecen a ningún Dios ni a ningún Estado. La desaparición individual autoproducida debe, por lo menos, dice Paasilinna, ser objeto de risa literaria y de estudio en función del resto de la colectividad. Ejercer con éxito el derecho a suicidarnos es terminal, pero alguien debe resolver qué destino dar al cadáver. Si el suicida se mata pensando en dejar de estorbar a los demás, deberá hacerlo de tal forma que el cuerpo no sea un problema para resolver. Sin embargo, alguien tendría que hacerse responsable de las pertenencias, de los derechos y obligaciones del fallecido, de su sucesión, y de varios temas más, con lo cual el suicidio termina siendo una larga cadena de incomodidades para el resto de la sociedad: como en un libro de Paasilinna, quien ha ido obteniendo lectores en todo el mundo y cuya mano se notra en otros autores de su país.
Si el suicidio me da risa, habría que iniciar el catálogo de caminos divertidos para lograrlo: comer platillos picantes hasta vaciarnos por completo; enfrascarse en un concurso sexual (uno contra varias, de preferencia en turnos separados para saber quién fue la ayudante definitoria), con la promesa de que la mujer que provoque el infarto será la heredera de unos cuantos millones de dólares; mirar series de más de 8 temporadas pero sin dormir, a ver qué se acaba primero; intentar ver al mismo tiempo todos los reels divertidos, con la promesa de dejarlo hasta morir en el intento. Y... bueno, pues ayude, por Dios.
Arto Paasilinna
THE MEXICAN MÜNCHAUSEN | humorous suicide
By Ricardo Guzmán Wolffer
Arto Paasilinna, the great Finnish writer, among his many texts, has the book “Delicious group suicide.” Two men are on a bridge about to commit suicide. For reasons of kindness, they give up the right to jump. “You first, I'll follow,” they say to each other several times and then they realize that a group suicide may be more fun.
This book, clearly humorous, leads us to talk about important aspects to explain self-caused death; assuming that there is an explanation (which will undoubtedly have repercussions in the afterlife, depending on the religion, marital status and the alimony payments that the deceased leaves pending. Perhaps the latter will give us a clue as to the cause of the suicide). In this peculiar comedy, a large group of suicides is formed; This leads us to know the reasons of some for doing so. Some suffer from sexual aspects; others for material aspects; others for their relationships. And the State also has to do with this whole situation of collective anguish. Somewhere Paasilinna says that the Finnish state is contributing to maintaining the alcoholism and bloating of middle and senior management in companies. The recorded result of the meetings of suicides to organize collective death is a portfolio full of photocopies that no one opens or plans to open. It's one thing to say I want to die and another to pull the trigger. Of a talkative suicide, a lot; of a real and effective suicide, really none, at least in the novel.
The participation of the State in achieving favorable conditions for the free development of personality can lead to inadequate situations: if the State acts partially and only favors one sector, it can force the components of another to try to emulate the generals of antiquity. who preferred to go to the underworld rather than hand over their treasure and honor to invaders thirsty for male human flesh. Of course, assuming that organized group death is possible in the way proposed by the author. More than one of us suppose that, if the world is really going to end, the orgiastic revelries would be just the starting point of the long goodbye, the noir would say. This peculiar group of suicides decides to steal a truck to kill themselves in the most spectacular way that could be found in Finland, taking advantage of its mountains and impressive landscapes to throw themselves into the abyss. Anything can happen in the meantime, as we well assume in Mexico, where bank, tax, family and even student debts have made us experts in inventing the black thread to avoid paying debts with the more than classic saying: "I owe, I don't deny." "I pay, I don't have it." By joining collective suicide, there are those who fill up their credit cards, knowing that they will not pay them; others eat wildly knowing that maintaining their diet or figure is no longer important; some allow themselves to have a compelling sex life in the face of imminent suicide. It is better to leave skimmed than intact. Of course, in the long journey of excess, many decide not to die. If literary extremes meet, excess thought of as a pass into the mortuary can easily be a call to life; or perhaps it is necessary to reach the last moment, when death seems inevitable, to appreciate life.
There is a responsibility of the State in the well-being of individuals, but there is also a responsibility of individuals to look after themselves: we cannot leave the interiority of each person in the hands of the State. The paternalistic discourse permeates many countries, where it seems that politicians are the plenipotentiary parents of a population incapable of taking care of themselves, where the best option for millions of poor people is to receive state assistance in the face of the impossibility of getting a decent job or a adequate education both for one's own subsistence or to be a productive citizen. This message reiterated in every speech, fortified in every State action and confirmed in the receipt of money or food, in exchange for electoral or political demands, must transcend within the recipients of such a political system: if the person ends up being practically useless, barely worthy of receiving what is essential, with the feeling of being a social burden, it is not surprising that this leads to suicide. Clearly that is not the intention of the State: if it is a “democracy”, every vote counts, but the continuous and demonstrated message of the uselessness of the individual easily disturbs those who have no other way of seeing life. Not even in absolutist states do we think in terms of the emotional impact of all political acts.
In this book, between laughs and winks, like a silent movie, the author ends up making us think. If I have the right to suicide, my body and my soul do not belong to any God or any State. The self-produced individual disappearance should, at the very least, says Paasilinna, be an object of literary laughter and study based on the rest of the community. Successfully exercising the right to commit suicide is terminal, but someone must decide what fate to give the corpse. If the suicidal person kills himself thinking about stopping getting in the way of others, he must do so in such a way that the body is not a problem to solve. However, someone would have to be responsible for the belongings, the rights and obligations of the deceased, his succession, and several other issues, so suicide ends up being a long chain of inconveniences for the rest of society: as in a book by Paasilinna, who has been gaining readers around the world and whose hand can be seen in other authors from his country.
If suicide makes me laugh, I should start the catalog of fun ways to achieve it: eat spicy dishes until we are completely empty; engage in a sexual contest (one against several, preferably in separate turns to find out who was the defining helper), with the promise that the woman who causes the heart attack will be the heir to a few million dollars; watch series of more than 8 seasons but without sleeping, to see what ends first; try to see all the fun reels at the same time, with the promise of leaving it until you die trying. And... well, help, for God's sake.
(This text has been translated into English by Google Translate)